En el año 1971, el barrio de Parque Alcosa, en Sevilla, se encontraba en plena expansión. Las construcciones se levantaban por doquier y los primeros residentes que llegaban a ocupar las nuevas viviendas estaban llenos de expectativas y necesidades. Una de las principales peticiones que hicieron al alcalde de la época fue la construcción de una iglesia, pues la comunidad deseaba tener un espacio donde congregarse mientras se terminaba la definitiva iglesia de Nuestra Señora de los Desamparados. Esta construcción provisional cumplió su propósito durante algún tiempo, pero los cambios en el barrio y en sus prioridades fueron transformando el uso de aquel edificio.
Años después, cuando el desarrollo del barrio avanzaba y la iglesia definitiva se había completado, la antigua edificación quedó en desuso. Aproximadamente en la década de 1980, el edificio se convirtió en un bar. El cambio de una iglesia a un lugar de ocio y bebidas podía haber parecido extraño para algunos, pero para los vecinos fue solo una señal del crecimiento del barrio y la transformación natural de los espacios. Sin embargo, la historia de este lugar no acabaría ahí. Hacia 1990, el bar cerró sus puertas, y la antigua iglesia fue reutilizada una vez más, esta vez como un polvero, un almacén de materiales de construcción. Pero sería en 1992 o 1993 cuando ocurrirían los hechos que marcarían este sitio para siempre.
Yo tenía apenas unos 12 o 13 años en aquel entonces. A esa edad, ya conocía la Base Militar de San Pablo y había experimentado con la ouija en varias ocasiones. Mis amigos sabían de mi interés por los temas esotéricos, y fue en una de esas tardes que uno de ellos se acercó a mí con una propuesta inusual. Me contó que su pandilla de amigos tenía curiosidad por hacer una sesión de ouija, y dado que conocían mi "afición" a estos temas, me pidieron que los acompañara y supervisara la sesión. Su lugar de encuentro habitual era el polvero de Alcosa, el mismo edificio que antes había sido iglesia, ahora propiedad de uno de los padres de los chicos. El hijo del dueño trabajaba allí como dependiente, lo que les permitía reunirse sin problemas en el recinto. Lo curioso es que, aunque todos ellos solían frecuentar el lugar, ninguno tenía idea de que, en tiempos pasados, aquel local había sido una iglesia.
El primer paso fue improvisar un tablero de ouija. Decidí hacerlo con una losa de mármol muy fina, un material que se vendía en el polvero, aunque en realidad parecía más un gran azulejo. Con un rotulador Edding 800, dibujé las letras y símbolos necesarios para la sesión. El vaso que utilizamos era el típico vaso de café que se encontraba en cualquier bar de la época. Aunque yo me ofrecí solo como supervisor, observando la sesión sin participar activamente, algo sucedió aquella noche que nadie esperaba.
No recuerdo con claridad qué espíritu intentaron invocar al principio, pero los resultados no fueron los esperados. Sin embargo, algo diferente apareció. Un ser que se identificó como "H-12". Este ser afirmó que ese era su código, y explicó que todos, tanto los vivos como los seres del más allá, teníamos un código. El suyo era "H-12", y según él, el código del diablo era el conocido número "666". A partir de ese momento, la conversación tomó un giro oscuro. Aunque los detalles exactos de la primera interacción con este ser se han difuminado en mi memoria, lo que siguió fue la obsesión de los chicos con la ouija. Empezaron a hacer sesiones todos los días, y con ello, los problemas comenzaron a surgir.
Una mañana, el dependiente del polvero llegó temprano para abrir el negocio. Lo que encontró lo dejó atónito: una parte del suelo estaba agrietada y levantada, como si un pequeño terremoto hubiese sacudido el lugar durante la noche. Un saco de yeso había estallado, esparciendo su contenido por todo el suelo, y lo más inquietante fue que en medio del polvo del yeso se podían ver huellas descalzas. No había señales de que la puerta hubiese sido forzada, ni faltaba nada en el lugar. ¿Un robo? No había indicios de ello.
Días después, los sucesos se volvieron más inquietantes. Durante una de las reuniones en el polvero, un ladrillo de exhibición salió despedido desde una distancia de seis metros, impactando fuertemente a uno de los chicos que estaba allí. Nadie había tocado el ladrillo, y no había ninguna explicación lógica para el incidente. Sin embargo, lo más perturbador aún estaba por llegar.
Quienes habían participado en las sesiones de ouija comenzaron a experimentar visiones extrañas. Afirmaban ver una figura apoyada en una de las esquinas del polvero. Describían a esta entidad como una persona alta, sin rostro, con brazos alargados que llegaban hasta el suelo, y una niebla oscura en lugar de piernas. El ambiente del lugar se volvía más pesado cada día, y la sensación de inquietud crecía entre los que habían estado en contacto con la ouija.
Ante el miedo y la sensación de que algo siniestro se había desatado, decidieron romper el tablero de ouija y deshacerse de él. Sin embargo, para su sorpresa, días después el tablero apareció intacto, sin un solo rasguño. Esto aumentó el pánico. El dueño del polvero, viendo la histeria que se había apoderado de todos, recurrió a un amigo que aseguraba poseer un poderoso libro de magia negra, con el cual podía acabar con el espectro.
Intenté disuadirlos de seguir por ese camino, pero fue en vano. Al día siguiente, el hombre llegó con el libro, un bidón vacío y una estaca de madera, que decía ser de nogal. Con solemnidad, trazó un gran círculo de sal y pidió a los afectados que se sentaran dentro. Luego, comenzó a recitar palabras en latín mientras golpeaba el bidón con la estaca. Desde el exterior, se podía escuchar lo que parecía ser una invocación al mismísimo Satanás. La atmósfera se volvía irrespirable, y una sombra gigantesca parecía surgir del tejado del polvero, proyectando un aura oscura sobre todo el edificio.
Dentro del círculo, los chicos comenzaron a desmayarse uno a uno, excepto el dueño del polvero y el hombre que dirigía el ritual. Cuando todo terminó y salieron al exterior, nadie recordaba nada de lo sucedido. Uno de los chicos, apodado "El Rubiales", sufrió tres paros cardíacos (o ataques de ansiedad) en menos de diez minutos y tuvo que ser atendido por los servicios de emergencia. Afortunadamente, su vida no corrió peligro, pero el susto fue mayúsculo.
Curiosamente, después de aquel ritual, el espectro pareció desaparecer. Sin embargo, la vida de los participantes en las sesiones de ouija no volvió a ser la misma. Algunos de ellos terminaron en la cárcel, otros sufrieron graves problemas económicos, y otros cayeron en la desdicha y la mala suerte. Hoy en día, en ese lugar funciona un taller mecánico.
Pero la pregunta sigue en el aire: ¿Quedará algún rastro de H-12? ¿Alguien se atreverá a investigar allí? Y lo más importante, ¿quién era realmente H-12
No hay comentarios:
Publicar un comentario